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Hijos en propiedad
"¿Qué tal el colegio?", le preguntas al hijo de algún conocido. Y entonces, antes de que ese niño logre vencer su barrera de timidez y contestarte, hay una madre o un padre que responde: "Pues estamos muy contentos porque íbamos un poco flojillos en matemáticas, pero, como nos hemos esforzado, al final, lo hemos sacado. Así que estamos la mar de contentos". Soy muy sensible a la ñoñería, cuando escucho ese plural maldito somatizo la gran incomodidad que siento y noto que parpadeo demasiado por no saber bien adónde mirar para escapar de la vergüencilla ajena. Es curioso, ese plural se empleaba cuando los niños eran muy chicos y no sabían expresarse, y bien estaba que así fuera: era una manera de que los niños aprendieran cómo responder a las preguntas de los desconocidos. Lo tremendo es que ahora ese plural que convierte a un hijo en un mero apéndice de sus padres se prolonga en algunos casos incluso cuando la criatura ha comenzado la universidad. Los hijos se acomodan a no responder y dejan que sean esos padres inefables los que respondan por ellos. El silencio de los jóvenes es muy enigmático, a veces se les aprecia cierto rubor, pero no acierto a saber si es que sienten vergüenza de sus padres o de su propia incapacidad para mostrarse como adultos. Hay padres que se consideran la mejor influencia para sus hijos. Eso siempre me intriga. ¿En ningún momento se plantean que someter a sus hijos al contraste de otras formas de pensar o de vida no es peligroso sino enriquecedor? El padre de Buda, queriendo darle a su hijo la educación más protegida, más exquisita, lo mantenía encerrado en un palacio, rodeado de belleza y juventud. Cuatro veces cuenta la leyenda que el muchacho se escapó, y en esas cuatro excursiones a la vida real pudo ver a un mendigo, a un enfermo, a un viejo y a un muerto. Y ya no quiso volver a su reclusión. Cuando yo era niña, era más fácil que hoy disfrutar de zonas de independencia: la calle, el colegio o los familiares te permitían ir construyendo tu personalidad de manera poliédrica. Si bien en España no es legal educar a los niños en casa, como gustan hacer algunos padres fanáticos americanos que no permiten que sus crías respiren el aire del mundo, sí que se ha impuesto en algunas familias el miedo al contagio. Al contagio de otros seres diferentes. La Abogacía del Estado rebatía esta semana los argumentos por los que unos padres se oponen a que su hija reciba clases de Educación para la Ciudadanía. Imagino que los miedos que impulsaron a esa pareja a llevar este asunto hasta el Tribunal Constitucional han sido alimentados durante todos estos años por la Iglesia, que no ha dejado de insistir en la peligrosidad de la asignatura, y por el Partido Popular, que llevó hasta el patetismo su oposición, haciendo que en la Comunidad Valenciana se impartiera en inglés. Pero también hay un componente de soberbia paterna. Y esa soberbia no tiene ideología, está asentada sobre la vanidad de creer que puedes insuflarle a tu hijo todo tu pensamiento, para que lo herede, para que sea un ser a tu imagen y semejanza. Los temores que provoca dicha asignatura están claros. El sexo, cómo no, en primer lugar. El miedo a que se reconozca verbalmente que se puede llamar familia a la que está bajo el amparo de dos personas del mismo sexo; que se puede llamar matrimonio a dos personas del mismo sexo (igual que se puede llamar hijo a un hijo no biológico); el miedo a que la exposición a la realidad homosexual inocule la "enfermedad" de la homosexualidad en los niños; el miedo a que el niño quede expuesto al principio básico de la democracia, el de igualdad. Terror a que los niños reciban en la escuela unas ideas opuestas al adoctrinamiento casero. O simplemente el temor a que sean informados. Padres que por sus hijos MA-TAN. Al fin y al cabo, aunque a Belén Esteban y a estos padres temerosos de la diversidad del mundo les mueva una moral bien distinta, hay un elemento poderoso de unión: el que lleva a creer que un hijo es una propiedad más del progenitor y que cualquier cosa que entre en su cabecita debe ser fiscalizada por el padre. Me gustaría saber cuántos de esos padres que se echaron las manos a la cabeza por una asignatura escolar permiten que a sus hijos les eduque un reality show, que también contiene un gran principio de educación para la ciudadanía: aquel que defiende que la manera más rápida de ganar dinero consiste en salir haciendo el zángano en la televisión. Me puedo imaginar que para algunos padres debe de ser duro aceptar que ellos no son la mejor influencia sobre la tierra para sus hijos, o, al menos, que no debería ser la única. Pero los padres respondemos a una maquinaria que se oxida pronto: de niños, los hijos nos admiran; de adolescentes, nos cuestionan; de adultos, nos toman cariño y nos llevan la contraria. Y qué tranquilizador es que nos discutan sin amargura, sin resentimiento, que sepan que el amor es incondicional y que pueden defender su propio criterio. Cuando así sucede, la relación se vuelve tan dulce como cuando eran niños. En cuanto a la sobreprotección, qué pedagógica resulta esa escena de Psicosis en que Normas Bates afirma: "El mejor amigo de un muchacho es su madre". Y no hay más que ver cómo acabó la cosa.
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* Vía: onrainydays (gracias!)